Jesús iba camino de la casa de Jairo. Centenares de personas se apretujaban en su entorno para
poder oír. Casi no podía avanzar por el gentío que lo presionaba por todos lados. Era el barullo que
produce la curiosidad y la moda. Muchos querían acercarse al “profeta” para poder contar que lo habían
visto, que lo habían tocado. En el lenguaje actual diríamos que todos hubiesen deseado sacarse una
fotografía con él o arrancarle un autógrafo... pero curiosamente todos esos hombres fueros incapaces de
alcanzar al Señor. Se rozaron con Él; lo apretaron sin llegar a tocarlo. Al Señor se va por otros caminos y
de eso se trata la reflexión sobre esta pregunta.
Sólo una mujer se acercó silenciosa y por detrás tocó la orla del manto de Jesús. Iba cargada de
humillaciones y de dolor por una enfermedad infamante que la hacía contagiosa e impura ante la ley. En
ella no había curiosidad. Había necesidad y confianza. Llevaba años sufriendo. Había acudido a otros
inútilmente. Entonces sólo le quedaba Dios. Al extender su mano para tocar el borde del manto del Señor,
corrió por ella un flujo de soledad, impotencia y vergüenza que quiso ocultar con el silencio. Eso era ella:
un amasijo de ruinas que esperaba en Jesús... y el flujo de su sangre se detuvo. “¿Quién me tocó?”.
Mientras la sangre dejaba de manar, del Señor brotó una fuente de gracia, de comprensión y paz.
Jesús percibió que ahí había otra cosa. Alguien de verdad se acercaba a él. Había humanidad y
sinceridad. Alguien se atrevía en secreto, a abrirle sus miserias. Alguien se acercaba lleno de necesidades
y no tenía otra voz que su total confianza. Ese lenguaje llegó al corazón de Cristo: “¿Quién me tocó?”
Este texto, a su modo, nos enseña sobre el verdadero acceso a Jesús. Los géneros literarios de los
exégetas, las tesis más nuevas de cristología, con todo lo necesarias e importantes que sean, son incapaces
de tocar la orla del manto y llegar por ahí hasta el corazón de Cristo. Esa mujer no pidió nada, se contentó
con establecer un contacto real con Jesucristo desde su verdad humana.
Ante Jesús no hay máscaras porque Él en lo secreto capta nuestro propio secreto. Todo hombre
tiene enfermedades que lo hacen sufrir, con frecuencia son más graves las del alma que las del cuerpo
pero solemos encubrirlas con títulos, honores, con ciencia vana... con superficialidad. Así no podremos
nunca alcanzar a Jesús. Esta mujer anónima, sencilla y sufriente nos enseña un modo de acercarnos al
Señor: con confianza, con humildad, silenciosamente, poniendo a su sombra nuestra enfermedad. Con esa
actitud aunque esa mujer no hubiese sanado en su cuerpo, habría encontrado su verdadera salvación. A
través de esa mano temblorosa, sus penas pasaron a Jesús y se hicieron parte de la cruz redentora. Ese
dolor inmenso encontró sentido salvador y darle un sentido al sufrimiento es más importante que curarlo.
Ahora cabe preguntarnos: ¿Cómo nos acercamos al Señor? ¿Desde dónde lo buscamos? Esta
mujer con su silencio nos ha abierto una vía. Por ella caminan sobre todo los pobres y los sencillos de
corazón.
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