Jesús, tu nombre resuena en el eco de la historia, en el murmullo de la fe y en el latido de cada corazón que busca consuelo. No hay palabras que abarquen la inmensidad de tu amor, esa fuerza inagotable que se derramó en la cruz, un sacrificio que trascendió el tiempo y el espacio para abrazarnos a todos.
Tu vida fue un poema de compasión, cada paso una lección de humildad, cada milagro un testimonio de tu misericordia infinita. Nos enseñaste a amar al prójimo como a nosotros mismos, a perdonar sin límites y a encontrar la luz incluso en la más profunda oscuridad. En tus parábolas simples, revelaste verdades eternas, desvelando el camino hacia la verdadera paz, esa que el mundo no puede dar.
En un mundo sediento de esperanza, tu mensaje sigue siendo un oasis. Nos recuerdas que no estamos solos, que en cada prueba hay una lección, y en cada caída, una oportunidad para levantarnos con más fuerza. Tu presencia se siente en la brisa suave que acaricia el rostro, en la sonrisa de un niño, en el abrazo sincero de un amigo. Estás en la quietud de la oración y en el bullicio de la vida, siempre presente, siempre cercano.
Gracias, Jesús, por tu amor incondicional, por tu perdón que nos libera y por tu esperanza que nos sostiene. Que cada corazón que lea estas líneas sienta la calidez de tu espíritu, el consuelo de tu presencia y la inspiración para vivir una vida que refleje tu luz. Que tu amor nos impulse a ser mejores, a amar más profundamente y a construir un mundo donde tu paz reine en cada rincón.
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